Wednesday, April 20, 2011

La Pasión del Cristo


Homilía del domingo 17 de abril del 2011 del P. José Juan Del Col
El domingo de Ramos es la única ocasión, aparte del Viernes Santo, en que se lee el Evangelio de la Pasión de Cristo en el curso de todo el año litúrgico. Como no es posible comentar el largo relato por completo, detengámonos en en alguno de sus momentos.
De Jesús en el huerto de los olivos está escrito: “Comenzó a sentir tristeza y angustia. Les dijo (a sus discípulos): ‘Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí y velen conmigo’ ”. ¡Un Jesús irreconocible! El, que daba órdenes a los vientos y a las olas encrespadas del lago de Tiberíades y le obedecían, que decía a todos que no tuvieran miedo, ahora es presa de la tristeza y la angustia. ¿Cuál es la causa? La causa se halla en una sola palabra: el cáliz. “¡Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz!”
El cáliz indica todo el cúmulo de sufrimiento que está a punto de caer sobre él. Pero no solo eso. Indica sobre todo la medida de la justicia divina que los hombres han colmado con sus pecados y transgresiones. Es “el pecado del mundo” que él tomó sobre sí y que pesa sobre su corazón como una piedra.
El filósofo Pascal dijo. “Cristo está en agonía, en el huerto de los olivos, hasta el fin del mundo. No hay que dejarle solo en todo este tiempo”. Agoniza allí donde haya un ser humano que lucha con la tristeza, el espanto, la angustia, en una situación sin salida como él aquel día. No podemos hacer nada por el Jesús agonizante de entonces, pero podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy. Oímos a diario tragedias que se consuman en el mundo (baste aludir ahora a Irak, Libia, Costa de Marfil ...). Hay tragedias también en nuestra patria. He aquí unos datos: Según una información periodística, del 28 de marzo del año pasado, en Argentina 9 millones de niños pasan hambre y 2.920 mueren por desnutrición; según otra información periodística, del 15 de julio del año pasado, mueren de hambre 22 niños por día en Argentina. El cardenal Jorge Bergoglio, más de una vez condenó que “siga habiendo esclavos “ en Buenos Aires. Así, el 28 de marzo de este año, tachó a Buenos Aires de “ciudad coimera de alma”, donde la trata de personas se da en rubros tales como: talleres textiles clandestinos, prostitución, chicos sometidos en trabajos de granjas y los cartoneros que viven de las migajas que caen de la mesa de los satisfechos. Pueden ocurrir tragedias también cerca de nosotros, en nuestro propio vecindario, en la puerta de enfrente, sin que nadie se dé cuenta. ¡Cuántos huertos de los olivos, cuántos Getsemaní!
Trasladémonos ahora al Calvario. Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de Dios, “sálvate a ti mismo” y “bájate de la cruz”.
Esta es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos, pensar solo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será Dios así? ¿Alguien que solo piensa en sí mismo y en su felicidad?
Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y amor.
Jesús rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” No le pide que lo salve bajándolo de la cruz. Solo que no se oculte, ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios, su Padre, permanece en silencio.
También aquí cabe decir: “Jesús está en la cruz hasta el fin del mundo”. Lo está en todos los inocentes que sufren. Está clavado a la cruz en los enfermos graves. Los clavos que siguen teniéndolo clavado en la cruz son las injusticias que se cometen con los pobres. A nivel mundial, según lo afirmó el representante de la Santa Sede en una reciente reunión de la comisión sobre Población y Desarrollo de la ONU, nada menos que 920 millones de personas sobreviven hoy con menos de 1,25 dólar por día. En un campo de concentración nazi se ahorcó a un hombre. Alguien, señalando a la víctima, preguntó iracundo a un creyente que tenía a su lado: “¿Dónde está ahora tu Dios?”. “¿No lo ves? -le respondió-. Está ahí: en la horca”.
Solo escuchando hasta el fondo el silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio. Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte.
Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción podría ser de oración confiada y agradecida: “Jesús, no te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción”.
¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos podría entender? ¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A quién se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias?
A imitación de José de Arimatea, podemos preocuparnos por bajar o intentar bajar de la cruz al Jesús que se halla crucificado en tal o cual hermano nuestro. José de Arimatea representa a cuantos hombres también hoy desafían el régimen o la opinión pública para acercarse a los condenados, a los excluidos, a los enfermos de Sida, y se empeñan en ayudar a algunos de ellos a descender de la cruz. Para algunos de estos “crucificados” de hoy, el “José de Arimatea” esperado bien podría ser yo, o podrías ser tú.
San Pablo en su carta a los cristianos de Filipos (2ª lectura) les recomendaba encarecidamente: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que Cristo: el cual, siendo de condición divina ... se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor”. Que cada uno de nosotros haga suya esta actitud de Jesús en su Semana Santa, esforzándose en forma especial por servir a los hermanos con la comprensión, la compasión, la tolerancia, la empatía y simpatía y un sincero amor.

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